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La deuda eterna: el problema que ningún programa logra esquivar

Noel Breard – Senador Provincial UCR Corrientes

Desde el primer préstamo tomado en 1824, durante el gobierno de Bernardino Rivadavia, la historia económica argentina está atravesada por el endeudamiento externo. Con pocas excepciones, el resultado fue el mismo: ciclos de ilusión, crisis y frustración. Hoy, con una deuda cercana a los 500.000 millones de dólares, el problema dejó de ser coyuntural.

No toda deuda es igual. Existe una deuda manejable, que surge del déficit y puede resolverse con equilibrio fiscal y crecimiento. Pero existe otra, cualitativamente distinta, que entra en dinámica de “bola de nieve”. En ese punto, aun pagando intereses y capital, la deuda sigue creciendo. Deja de ser efecto y se convierte en causa.

Ese es el error de diagnóstico más frecuente. Se cree que alcanzar el equilibrio fiscal es suficiente. No lo es cuando el nivel de endeudamiento supera la capacidad real de pago. El resultado es conocido: se ajusta, se paga, pero la deuda no baja.

La experiencia reciente lo demuestra. Antes de las últimas elecciones, el país aplicó un esquema basado en atraso cambiario, apertura económica y tasas de interés extremadamente altas para sostener la estabilidad. El desenlace fue previsible: una fuga de capitales récord, vencimientos concentrados y un sistema al borde del colapso.

La crisis se evitó por muy poco. El respaldo del Tesoro de los Estados Unidos funcionó como un “pulmotor” financiero y político. Permitió ganar tiempo, pero no resolvió el problema de fondo. Ese auxilio, además, es frágil y transitorio. Ningún país puede construir estabilidad dependiendo de decisiones externas.

Cuando la deuda entra en fase de bola de nieve, sus efectos se expanden. Condiciona el presupuesto, absorbe el excedente fiscal y limita la inversión productiva. Aparece un actor central que no fue votado: los acreedores externos, los organismos internacionales y los mercados financieros. La política económica queda disciplinada por la necesidad de pagar.

En ese escenario, la deuda empieza a competir con funciones básicas del Estado. Se tensiona la coparticipación, se recortan fondos para infraestructura, universidades y políticas sociales. La soberanía fiscal se reduce y las decisiones estratégicas se toman con margen cada vez más estrecho.

La deuda no discrimina ideologías. No distingue entre liberales, desarrollistas o socialdemócratas. Discrimina capacidad de pago. Por eso, los gobiernos que no construyen una estrategia clara frente al endeudamiento terminan fracasando, ya sea por crisis económica o por derrota electoral.

También está claro qué no funciona. El ajuste sin alivio financiero fracasa. El default sin estrategia fracasa. La buena voluntad sin poder de negociación también fracasa.

La salida no es mágica ni instantánea, pero sí conocida: una respuesta integral basada en la sostenibilidad. Eso implica reconocer que una parte de la deuda es insostenible en las condiciones actuales; reestructurar capital e intereses; ordenar plazos para recuperar crecimiento y reducir progresivamente la vulnerabilidad externa. Ningún país serio crece pagando con cualquier costo. Crece para poder pagar.

En este punto, la deuda externa dejó de ser solo un problema económico. Es un problema de poder, de desarrollo y de autonomía. Ignorarlo o negarlo solo profundiza la vulnerabilidad y prolonga el ciclo de frustración.

La Argentina necesita un debate honesto y profesional sobre la deuda. No como consigna, sino como eje central de cualquier proyecto de país. Porque se pueden discutir modelos, ideas y prioridades, lo que no se puede hacer es gobernar mirando para otro lado mientras la deuda sigue creciendo sola. Quien asuma esa bandera, no solo estará enfrentando el principal condicionante económico del país, sino también abriendo una posibilidad real de futuro. Como enseña la democracia: el oficialismo puede construir su derrota, y la oposición, su futuro triunfo. El desafío esta abierto

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